sábado, 21 de mayo de 2016

poema nocturno

y me sigo buscando, una vez más, sin descanso
tal vez sin esperanzas
revolviendo entre despojos
olvidados y desteñidos
alguna palabra
que describa mis sentimientos
treinta años después de haber comenzado.

viernes, 13 de mayo de 2016

El banquete

Después de comerse el sandwich de mortadela abrió el paquetito que tenía al lado del vaso. Quedaron expuestos al aire caliente de enero y sobre el papel desarrugado un pedazo de queso fresco y otro de dulce de membrillo. Ese postre se lo había prometido a sí mismo varios días atrás, mientras juntaba las porquerías de siempre en su carro. Con lo que había juntado ese día, pudo comprarse el cartón de vino, las dos flautas de pan, los doscientos gramos de mortadela y el postre, el pedazo de queso y el de dulce de membrillo.
Con un cuchillo gastado, que levantó de un baldío alguna vez, cortó un pedazo de dulce y otro de queso y mientras se lo llevaba a la boca tuvo que espantar las moscas que estaban sobre la mesa, detrás de las migas de pan y de alguno que otro pedacito de grasa de la mortadela.
Hacía mucho que no comía dulce de membrillo y casi no recordaba su sabor. Mientras lo masticaba junto con el queso, las moscas regresaron y descubrieron algo más: el queso y el dulce. Pronto prefirieron el dulce, era más atractivo.
Las moscas fueron recorriendo la pegajosa superficie del membrillo y con sus pequeños aparatos bucales lo lamían gustosas. Ellas también hacía tiempo que no lo probaban y se veían muy contentas por semejante manjar, imposible de resistir. Saltaban de acá para allá, se perseguían unas a otras, iban y venían volando. Pronto la noticia del descubrimiento se extendió por toda la comunidad alada y desde varios lugares fueron llegando, aumentando el número de invitadas.
Las que iban pronto se mezclaron con las primeras. Las había de varios colores y tamaños, negras, azules, verdes, pequeñas, medianas, grandes. Las había ruidosas y silenciosas.
El pobre hombre, que ya había tragado el bocado que tenía en la boca no se atrevía a espantar las moscas. Y no le quedó otro remedio que observar semejante espectáculo.
las moscas, indiferentes a su involuntario anfitrión, continuaban saboreando el dulce, y el queso fue lo único que pudo comer, casi resignado.
Pero cada vez llegaban más y más moscas, enteradas de la dulce novedad, no podían perderse tamaña fiesta y el mosquil bullicio era terrible. La algarabía de los voraces insectos era total. Estos fueron agrupándose de acuerdo a tamaño y sub-especie. En cuanto alguna mosca ingresaba a un grupo ajeno, las demás se lo hacían saber, algo curioso pero no extraño.
La realidad de nuestro hombre se había tornado, por llamarla de alguna manera, inverosímil. Y lo cierto era que esos intrusos estaban acabando con su postre, sin contar con el infernal ruido que llenaba su casucha. El había ganado su dinero y merecía disfrutar de ese postre comprado con aquel. Pero qué podía hacer, más que mirar sin proferir queja alguna.
Habiendo transcurrido ya una hora desde la llegada del primer grupo de moscas, el dulce había desaparecido literalmente bajo la compacta cubierta de moscas. El sabía, o al menos sospechaba, que el pedazo de dulce aún estaba ahí aunque no pudiera verlo.
Ya las moscas estaban exactamente diferenciadas por grupos y constituían en su totalidad una perfecta masa depredadora.
Esa tarde de enero transcurría indiferente al drama que atormentaba al pobre tipo. Las moscas seguían llegando y se superponían a las que ya estaban. El, sin saber ya que hacer, se sirvió otro vaso de vino y lo bebió casi sin respirar, mientras tanto frente a él, las moscas continuaban con su bullicioso banquete.
El calor ya no le molestaba, tal vez el vino frío había hecho que lo obviara, tal vez el sentimiento que se iba apoderando de él, mezcla de bronca, impotencia, era el responsable. Pero lo cierto era que se estaba quedando sin postre por culpa de las moscas ¿o era suya la culpa?
Entonces, reaccionó de repente. Se sacó la alpargata y pensó que prefería quedarse sin dulce a que se lo terminaran de comer las moscas. Con su raída alpargata asestó un terrible golpe sobre el montículo de moscas. Algunas pudieron volar a tiempo, pero la mayoría quedó ahí. Muchas quedaron incrustadas, sepultadas, inmóviles en el dulce. Otras, que apenas aleteaban, caían sobre el papel, quedando quietas luego de un instante. Fue una verdadera masacre. El hombre miró la suela de la alpargata y vio adheridas a ella, una masa pegajosa de dulce y moscas. Volvió a golpear más fuerte que antes y sin mirar la escena, se calzó la alpargata nuevamente, terminó el vino y salió afuera. 
Sobre la mesa, quedó el papel, soportando una masa viscosa, que supo ser dulce de membrillo alguna vez. Encima de esto quedaron las moscas aplastadas. Pronto regresaron aquellas que habían logrado escapar de la matanza y volvieron con muchas otras para dar cuenta del resto de dulce que había quedado. Y ahí mezcláronse con las menos afortunadas que estaban despanzurradas en medio del dulce, a poco comenzó a crecer nuevamente el número de moscas, sobre lo que quedaba del dulce. Se formó nuevamente una definida masa depredadora y ya nada ni nadie las molestó.




martes, 10 de mayo de 2016

poema del último domingo de verano (II)

buscando palabras 
para describir este día, este momento, esta sensación,
debo decir, no sin pena, 
que no las encuentro.
mi corazón late
porque el sol hace amanecer 
un nuevo día cada día.
mi corazón late 
porque veo una sonrisa
que me da fuerzas
para que siga latiendo
palabras sobre un papel cualquiera.

poema

temo el desierto
que puede crecer
en mi lengua desprevenida
temo la muerte
de aquellos tiernos brotes
que como poemas
muertos al nacer
me dejen sin descendencia poética.

poema

cultivo palabras
con el valor de aparecer
como si nada 
hubiera pasado
palabras con el tupé irreverente
de las cuestiones de poca importancia
pero que sin ellas
no viviríamos.

poema

me susurraré
al oído
aquellas queridas palabras
que tanto anhelo oír
cuando no queda
más que decir
una vez me vuelve en mí
una vez que vuelve
una y otra vez
volviéndome fértil 
de ideas que brillen 
como bichos
deseosos de abandonar
mi cabeza
montadas en veloces palabras
buscando oídos desconocidos
capaces de caer
por su propio peso específico
de verdades eternas y efímeras
a la vez